Universidad y pandemia: el caso británico

Cuando pensamos en la educación universitaria en Gran Bretaña, pueden venir a la mente palabras asociadas a la excelencia: Cambridge, Oxford… En todos los rankings internacionales, sus instituciones se encuentran invariablemente entre las mejores diez. La pandemia global que estamos atravesando, sin embargo, ha dejado al desnudo que el avance de la mercantilización educativa se replica en todo el mundo, y allí no es excepción.

Para entender en su profundidad la crisis en ciernes en el sector universitario británico, haremos en primer lugar un recorrido histórico de su financiamiento, con eje particular en los aranceles o matrículas, el rol estatal y los intereses capitalistas detrás de su implementación y sucesivos aumentos, para luego abocarnos a un análisis de la situación actual de la educación universitaria británica, sus docentes y estudiantes, las problemáticas que enfrentan, y cómo las ha agravado el alcance de la pandemia que atravesamos y que pone en riesgo su sostenimiento de conjunto.

Un recorrido histórico del financiamiento universitario

De la Inglaterra victoriana a la Primera Guerra Mundial

Hasta mediados del siglo XIX, las únicas universidades inglesas eran Cambridge y Oxford. En el contexto del “laissez faire” victoriano, el estado no tenía ninguna injerencia sobre la educación universitaria, reservada a las élites capaces de pagar grandes sumas. Sin embargo, en la segunda mitad del siglo hubo un viraje generalizado. Si bien el discurso oficial sostuvo que la creación de nuevas universidades y la financiación estatal buscaban un mayor acceso y democracia en las casas de estudios, y es cierto que hubo un viraje hacia una opinión más positiva de la intervención estatal en general, de fondo la principal preocupación del gobierno y la gran burguesía era el atraso relativo que empezaba a hacerse evidente en relación a los impresionantes avances industriales y técnicos de otras potencias, como Alemania. Estaba en juego la repartición del mundo, en los albores de la época del imperialismo. Así, se puso en pie el subsidio estatal a la educación e investigación científica. 

Si en el año 1889 los colegio universitarios recibieron quince mil libras de conjunto (el equivalente a dos millones y medio de dólares actuales), para 1911 esa cifra se había decuplicado (veintidós millones de dólares). Con las excepciones de Oxford y Cambridge que seguían sin recibir ayuda del estado, en el resto de los establecimientos el financiamiento gubernamental representaba en promedio un tercio de los ingresos totales. Así, en pocas décadas, la educación universitaria en Gran Bretaña pasó a ser inviable sin este financiamiento. Seguían existiendo las matrículas -representando también un 30% de los ingresos de las casas de estudio-, la universidad seguía sin ser de acceso realmente irrestricto, pero había un interés activo por parte del estado en ampliar sus márgenes y orientar la educación “superior” hacia los requerimientos de la burguesía y el sistema social capitalista.

La universidad de posguerra

En 1918 fue puesto en pie el Comité de Subsidios Universitarios (UGC, por su nombre en inglés), organismo consultivo del gobierno británico encargado de la distribución de los fondos estatales destinados a las universidades. En la práctica, como hemos visto, ya existía un vasto entramado de subsidios y financiamiento, el rol que vino a cumplir el Comité fue el de centralizador. Ya no se trataba del gobierno nacional y cada condado liberando dinero, ahora era necesaria la aprobación de este organismo. Inicialmente, en el período de entreguerras, el CSU se limitaba a examinar las necesidades financieras de los establecimientos y aconsejar al parlamento al respecto, pero no cumplía un rol planificador. Los subsidios, cuando eran otorgados, cubrían sólo los gastos diarios, por lo que las universidades debían recurrir al financiamiento externo – fondos de caridad, filántropos y, finalmente, empresas – si buscaban ampliar sus instalaciones o adquirir nuevos equipos. Dos hechos fundamentales cambiaron el rol del Comité: el primero sería la aprobación de la Ley de Educación de 1944 (“Butler Act”), que afectaba principalmente a los estudiantes secundarios. El segundo, dos años después, sería conocido como el “Reporte Barlow”, que recomendó que el CSU tomase un rol planificador para la universidad, buscando asegurar que esta se adecuase a las “necesidades nacionales” para la reconstrucción de posguerra.

La Ley de Educación de 1944 merece un apartado. Indirectamente, tuvo un efecto profundo en la enseñanza universitaria, pues amplió enormemente la cantidad de egresados del secundario capacitados para ingresar a las universidades, requiriendo una consiguiente expansión en estas, que debió ser planeada por el CSU. La Ley fue inspirada por la “democracia tory” (tory es el nombre coloquial que recibe el partido conservador en Gran Bretaña), una forma de conservadurismo paternalista pergeniado por Benjamin Disraeli, Primer Ministro británico del siglo XIX. La “democracia tory” deja intactas las clases sociales, instando al establishment a favorecer a los trabajadores. El objetivo, admitía el propio Disraeli en sus escritos, era evitar el descontento y agitación entre los trabajadores, que pudiese llevar a una revolución social (los recuerdos de las revoluciones de 1848 aún estaban frescos). De esta forma inspirada, la ley de 1944 abolía las matrículas en los colegios secundarios estatales y aumentaba el dinero estatal destinado a los mismos. Se instauró asimismo la copa de leche y el almuerzo, también garantizados por el estado. Así, los hijos de la clase trabajadora y las mujeres comenzaron a poblar los colegios secundarios, y a efectos inmediatos se triplicó, del 1% al 3%, la cantidad de niños que llegaban a la universidad.

Del subsidio total a la crisis de financiamiento

En estas condiciones, entonces, encaró la época de posguerra la educación superior británica. El CSU contaba con un alto grado de autonomía para liberar fondos sin que las universidades debieran dar cuenta detallada de ellos. En el año 1962 fue finalmente oficializado lo que en la práctica ya era un hecho. Si bien no fueron formalmente abolidas, las matrículas pasaron a ser costeadas de manera íntegra por el estado. No solo eso: también se empezó a pagar una cuota – sin necesidad de devolución – de mantenimiento a los estudiantes sin apoyo financiero familiar, una suerte de salario estudiantil. En términos institucionales, a doce colegios técnicos se les dio estatus universitario en los ‘60, pero también se inauguraron ocho universidades completamente nuevas, por fuera del circuito tradicional – del cual, sin embargo, hasta Oxford y Cambridge se habían sumado a los receptores de subsidios. Los efectos eran palpables. Si para 1944 un 3% de jóvenes accedían a algún tipo de educación superior, en 1962 esa cifra alcanzó el 7%, y dos décadas después un 13%.

Esta expansión exponencial del gasto pronto encontró su techo. Ante las crisis económicas, la universidad, ahora casi en un 90% subsidiada estatalmente, era especialmente vulnerable. El primer cimbronazo fue registrado en 1973, con la crisis del petróleo y el colapso de los mercados. Ocho años después el Reino Unido atravesó una recesión grave. El CSU comenzó a recortar financiamiento en amplias áreas. En 1985/86, llevó adelante un “Ejercicio de Evaluación de Investigación” (Research Assessment Exercise, en 2007 reemplazado por el Research Excellence Framework o REF), que en términos prácticos buscaba redirigir el financiamiento estatal de la investigación universitaria, favoreciendo a las instituciones con una fuerte impronta en cierta orientación científica y separándola de la educación en general. Los recortes sin embargo no fueron suficientes para los requerimientos de un estado que ya no sacaba rédito de este financiamiento. Ante la creciente presión por reducir el dinero invertido en educación, en 1989, finalmente, el CSU sería disuelto y reemplazado por consejos sin ninguna autonomía, ligados directamente a las políticas estatales.

Los ‘90: Plan Bolonia y rentabilidad

En 1992 una serie de Colegio Politécnicos – financiados localmente – obtuvieron el estatus de universidades, convirtiéndose así en motivo de financiación del estado nacional. Progresivamente, los subsidios otorgados a los estudiantes para sus gastos diarios se fueron transformando en préstamos opcionales, lo cual no fue muy controversial. Los intentos de transformar en préstamos las matrículas, sin embargo, sí levantaron gran revuelo. El primero ocurrió en 1984, fue rechazado tajantemente por los conservadores y debió ser rápidamente retirado, una comprobación del valor que tenía la educación superior gratuita para la clase media.

El tema sería pospuesto hasta 1997, cuando el “Informe Dearing” recomendó pasar a un financiamiento mixto, por un lado, y a un sistema de “créditos” obtenidos por los estudiantes que pudiesen transferirse entre instituciones, por el otro. La década entre la disolución del CSU y el informe Dearing es importante porque al mismo tiempo, en el plano europeo, se desarrollaba el proceso que culminaría en la firma del Plan Bolonia y la creación del Espacio Europeo de Educación Superior. La reforma continental, del mismo modo que el informe local recomendaba permitir el “libre tránsito” entre instituciones con un sistema de créditos, propuso la creación del Sistema Europeo de Transferencia y Acumulación de Créditos (ECTS, por su nombre en inglés), que dictamina un número de créditos anuales – 60, equivalentes a entre 1500 y 1800 horas – que obtiene un estudiante europeo y que puede hacer valer en cualquier institución de un país firmante. Como el ECTS solo aplica a países europeos, fueron puestas en pie complejas tablas de equivalencias de créditos o módulos para otros países del mundo. Al mismo tiempo, se les retiraba el financiamiento a disciplinas “no rentables”, y se lo destinaba a sectores de interés para el mercado, subvencionando así el estado, en la práctica, la formación de la mano de obra para los empresarios.

Retorno de las matrículas

Las conclusiones del informe Dearing fueron recogidas por el premier Tony Blair, en 1998, quien aprobó el retorno de las matrículas, no en forma de préstamo sino pagadas por adelantado, de mil libras esterlinas (casi dos mil dólares actuales). Para 2004, el tope de las matrículas fue triplicado a tres mil libras, esta vez en formato de préstamo basado en el ingreso: los graduados debían devolver el dinero una vez que superasen cierto umbral de ingresos anuales. Así, bajo el disfraz de una “retribución”, se impusieron tarifas de hasta lo que hoy serían $5200 dólares. 

Estos avances impulsados por el gobierno laborista de Blair contaron con no poca oposición, al punto que el manifiesto electoral de los tories en 2005 prometía abolir las matrículas, una promesa luego convenientemente olvidada. Cuando finalmente los conservadores llegaron al poder, en 2010, adoptaron una política aún más agresiva, que elevaba el tope de las matrículas a nueve mil libras (es decir, más de once mil dólares anuales). Los laboristas, opositores de palabra a la medida, la llamaron una “tragedia para la juventud”. La idea era ahora no solo “librar” al estado del pago por la matriculación de los estudiantes, sino eliminar también el costo docente de la ecuación.

Nuevo escenario: el estudiante cliente

Los cimbronazos generados por lo rotundo de los cambios detallados en un lapso de tiempo tan breve (12 años) aún no han dejado de sentirse pero, a priori, pueden hacerse algunos señalamientos para indicar ante qué escenario se encuentra la educación universitaria británica en la actualidad. Efectivamente, los estudiantes ya no son sujetos ejerciendo un derecho básico sino que se han convertido en “clientes” buscando la mejor oferta educativa de acuerdo a sus posibilidades económicas, lo cual a su vez transformó a las instituciones en competidoras intentando ganarse a esos clientes. Al mismo tiempo, así como el REF orienta la inversión estatal en investigación según calificaciones, en 2017 fue puesto en pie un idéntico sistema para orientar lo que queda de inversión en enseñanza, el “Teacher Excellence Framework” o TEF, según la calidad de la educación, con parámetros que premian a las instituciones que garantizan la “empleabilidad” de sus graduados.

Cometen un error los analistas de corte progresista cuando señalan que este proceso representó un pasaje “del estado al mercado”. Por un lado, en términos de costos, las matrículas, el costo del salario docente, etc, siempre han sido pagados por los trabajadores. Ya sea de forma indirecta (a través de los impuestos y tarifas que el estado les cobra), o directa (con las matrículas anuales o los préstamos). Por otra parte, tampoco la orientación de la educación ha virado precisamente del estado al mercado como si de dos fuerzas contrapuestas se tratase: Desde los subsidios estatales a fines del siglo XIX hasta la quita de financiamiento a las áreas “no rentables” de la educación, la puesta en pie del REF para calificar la investigación y el TEF para calificar la enseñanza, la orientación fue siempre ajustada a la competencia capitalista y su requerimiento de que se le garantice acceso a mano de obra calificada, sin costo. Si bien es cierto que el gran cambio que se puede apreciar en las últimas décadas es la total mercantilización de la educación universitaria, esto no ocurre sino con la total connivencia del estado.

El peso de los estudiantes internacionales

Actualmente en el Reino Unido uno de cada cinco estudiantes universitarios es extranjero, un total de medio millón de personas (para dimensionar esta cifra, podemos compararla con Argentina, donde un 3% de la matrícula, unos sesenta mil, son extranjeros). Esto los coloca como tercer destino elegido para estudiar por fuera del país de origen, detrás de los Estados Unidos y Australia. Un cuarto de ese medio millón son chinos (120,000), y le siguen un número de países ex-colonias del imperio británico: India (26,000), Estados Unidos (20,000), Hong Kong (16,000) y Malasia (13,000). Dentro de la Unión Europea, Italia, Francia y Alemania aportan 13,000 educandos universitarios cada uno actualmente. Por caso, la Universidad Imperial de Londres, especializada en ciencia, tecnología, ingeniería y matemática, cuenta con un 59% de estudiantes extranjeros.

El tope a las matrículas que hemos ubicado en £9,000, solo aplica a habitantes “locales” (es decir, europeos). Para el resto del mundo, las cifras de matriculación parten de £10,000 (US$14,130) y llegan hasta £38,000 (US$53,700) por año para las carreras más exigentes. Mirando estas cifras, podemos empezar a darnos una idea del enorme negociado de miles de millones anuales que representa atraer a los “clientes” internacionales. El sistema se convierte en una maquinaria aceitada que expulsa a los sectores de bajos ingresos. En el período 2016-17, el 23% de nuevos universitarios provenían del exterior. Las cifras, en una comparación con 2007-08 permiten ver un claro patrón: un retroceso superior al 20% de estudiantes locales y un incremento del 36% proveniente de países ajenos a la Unión Europea.

Ante la pandemia: un sistema al borde del colapso

El panorama que hemos planteado en el apartado anterior nos permite ahora adentrarnos en una comprensión más precisa de la extensión de la crisis universitaria que se está desarrollando en el Reino Unido y en Inglaterra en particular. Veremos la situación institucional, docente y estudiantil, y las luchas que se prefiguran ante la crisis.

Instituciones endeudadas

En la mayor parte de los países del mundo, el año académico comienza a fines del verano. En el hemisferio norte, esta fecha es en septiembre. Por tanto, en Inglaterra aún no han sentido el impacto de la cursada en cuarentena en toda su dimensión, como si lo hemos conocido ya en Argentina. A priori, ya se sabe que miles de extranjeros cancelaron sus viajes de estudio a causa de la pandemia. Antes de la llegada del virus, en el entorno crecientemente competitivo que hemos descrito de “estudiantes clientes”, muchas instituciones sacaron préstamos para construir nuevas facilidades atractivas – facultades, residencias estudiantiles, laboratorios – para “reclutar” en el mundo. Ahora, deben devolver los préstamos y no tienen con qué. Otro tanto ocurre con el millonario negociado inmobiliario de construcción de departamentos para alquilar a nuevos estudiantes. La reducción de asistencia internacional se estima entre un 20 y un 80 por ciento, según la institución. La creación y adaptación de cursadas a la modalidad online, a su vez, también representa un costo millonario para las instituciones, que de por sí calculan perder, solo en matrículas, el equivalente a tres mil millones de dólares.

La virtualidad, improvisada e insuficiente

El gobierno conservador de Boris Johnson ha rechazado cualquier pedido de un rescate financiero al sector universitario. Para sacarse el problema de encima, le garantiza a las universidades que no se opondrá a que sigan cobrando un 100% del valor de las matrículas si logran trasladar su cursada presencial al formato virtual. Varias casas de estudios preparan, improvisadamente y sobre la base de la sobre explotación docente, estos cursos, pero solo una veintena (de las 160 que son) están en condiciones de ofrecer algún tipo de virtualidad de forma generalizada. Las empresas privadas (Coursera, Udacity) con capacidad de diagramar cursadas online, sólo colaborarán con las principales universidades, por ser un buen escaparate para sus marcas y conscientes de que las universidades principales atraen a los estudiantes que más pagan. De esta manera, las universidades “inferiores” – lógicamente, las más baratas y aquellas a las que acceden los estudiantes con menos recursos- quedarán por fuera.

Docentes

Los docentes universitarios, igual que el resto de los trabajadores, luchan con el desafío de combinar su trabajo diario con responsabilidades de cuidado familiar. La cuarentena llega ni seis meses después de la última gran lucha de la docencia universitaria, y en medio de un alza general el sector: tanto 2018 como 2019 fueron años de enormes medidas de fuerza y movilizaciones, con notorias huelgas que afectaron a más de la mitad de las universidades del país. Si en 2018 el reclamo central había sido relativo a los recortes en las cajas jubilatorias docentes (retirement funds), el año pasado el conflicto se extendió a raíz de la creciente sobrecarga laboral que afecta al mayoritario sector de profesores y ayudantes con contratos precarios. Esa sobrecarga responde a la orientación de “educar por objetivos” que imponen los administradores de las casas de estudio para exhibirse en el escaparate internacional como instituciones “de excelencia”, en muchos casos objetivos inalcanzables en la realidad

Por eso, no resulta extraño que quienes están al frente de las universidades, los “vice cancilleres”, cobren salarios dignos de CEOs – de hasta 300 mil dólares – y diez veces superiores a los de los docentes, y reciban asistencia de expertos en administración y marketing. En términos de salario real, mientras tanto, los docentes universitarios han experimentado una caída del 17% en los últimos diez años. Ahora, los contratos precarios peligran y la perspectiva es que los docentes trabajen a destajo en una adaptación relámpago de sus materias, mientras atienden foros de las facultades, inquietudes de los estudiantes y, al igual que estos, las propias vicisitudes de la vida personal en cuarentena.

Rent Strike: Los estudiantes y la huelga de inquilinos

El principal problema para los estudiantes, en particular para el enorme sector que depende de trabajos precarios, en atención al público, ventas, etc., es la inestabilidad laboral que la pandemia ha acarreado, y la consecuente crisis habitacional. Las decenas de miles de estudiantes inquilinos se encuentran ante una disyuntiva básica: no pagar el alquiler o no comer. Aparte de los fondos de inversión privados que construyen residencias estudiantiles, virtualmente todas las universidades poseen sus propias instalaciones, donde se les garantiza dormitorios a los estudiantes de primer año con costos que oscilan entre los 200 y 800 dólares mensuales.

Existe una rica historia de lucha entre los estudiantes y las autoridades universitarias en torno al pago de este alquiler. Las huelgas de inquilinos han sido frecuentes, pero las que ya se están organizando actualmente tienen la particularidad de darse bajo el Coronavirus, y por tanto poseen una serie de particularidades. El principal reclamo es que se anule el pago de alquileres en las residencias estudiantiles por lo que resta del año y, en el caso de quienes hayan abandonado las habitaciones – como aquellas personas que volvieron con sus familias antes del lockdown – , el reembolso de los pagos que ya realizaron. Muchos estudiantes se encuentran aislados, en campus universitarios desiertos, e incluso quienes pudiesen ir a sus hogares, deberían afrontar el altísimo riesgo de contagio existente (Gran Bretaña es, al 6 de mayo, el segundo país en cantidad de muertes y cantidad de casos activos de Covid-19, superado solo por Estados Unidos). A ese mismo riesgo son expuestos los trabajadores de limpieza de las universidades, a los que mantienen trabajando con la excusa de la esencialidad, incluso con las instituciones cerradas. En varias universidades las huelgas de inquilinos ya comenzaron, y van a multiplicarse en los próximos días.

Detrás de los alquileres, existe una serie de dificultades que nos es familiar: Según una encuesta a diez mil estudiantes llevada adelante por la NUS (National Union of Students, la mayor confederación estudiantil del país), un 85% enfrenta dificultades económicas adicionales por la cuarentena, y muchos de ellos han perdido sus trabajos. Un tercio de los encuestados señaló que no podrá acceder a la cursada virtual de manera apropiada. Desde una conexión a internet limitada hasta la falta de un espacio apropiado para estudiar, conviviendo en familia o con compañeros, teniendo en muchos casos a cargo más tareas que de costumbre, los universitarios británicos se enfrentan al riesgo concreto de tener que abandonar, definitiva o temporalmente, sus estudios.

A modo de conclusión

La “excelencia universitaria” británica está tan golpeada por la crisis capitalista como cualquier otro sector. Si bien las universidades jamás fueron controladas enteramente por el estado, permanecen, como históricamente, dentro de lo que se considera la “esfera pública”. El sacudón que le ha propinado la pandemia del coronavirus está motivando respuestas crecientes por parte de sus actores, que ya se encontraban previamente movilizados y dan muestras de reservas de lucha. Hay decenas de miles de puestos de trabajo en juego, y la improvisación y desidia del gobierno requerirá un accionar contundente y unido de docentes, estudiantes y no-docentes. Solo con la unidad de estos actores podemos empezar a pensar en un freno a la degradación laboral y educativa que el capital impulsa e intenta endilgarle a la pandemia. Como hemos señalado, se trata de una lucha de vida o muerte.

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